Go to english version

Por: Dr. Orlando Hernández Ying

Navarro se destaca entre los maestros panameños por ser un paladín del expresionismo en la plástica contemporánea del transmilenio. El artista explora su creatividad en múltiples disciplinas como la escultura, el performance art, y las instalaciones, obras en las que se impone su rebelde impacto  visual y sus bien logradas  metáforas que explicaré más adelante. Para familiarizar al lector, el expresionismo, por lo general, busca apelar al aspecto emocional del espectador mediante el uso alterado del color y las texturas, casi siempre de manera abstracta. Nuestro artista se ancla un poco más en las formas del mundo real, no sin dotar a sus sujetos de un aire sobrenatural, y en ocasiones, espectral. La obra nos llama la atención poderosamente por el sujeto que presenta. Lo hace de manera atrevida con las mismas figuras encarnizadas que simultáneamente nos atraen y nos ahuyentan, lo que nos recuerda la sombría y alucinante obra de Francis Bacon (1909-1992). Es imposible no tener una reacción emotiva frente a la obra.

Luego de hacerse merecedor en 1994 del premio del XXII Salón Internacional de Agosto del Centro Cultural Fundacion Gilberto Alzate Avendaño en Bogotá, uno de los más prestigiosos de Colombia, su trayectoria ha ido en crescendo. A lo largo de su carrera, en mayor o menor grado, las obras de Navarro parecen a primera vista favorecer los temas macabros y la agonía de las almas aisladas. Sobre sus fondos oscuros sobresalen figuras como sus  “ángeles de fuego” o sus desgarradores torsos boquiabiertos con brazos extendidos o alargados que nos dejan entrever sus viscerales y angustiosos interiores (1996).

Podemos admirar su obra en varios niveles. A nivel local, la obra de los 90 hace eco en un lenguaje expresionista contemporáneo de las demoníacas figuras de las danzas de diablicos limpios y sucios, populares en la campiña, principalmente en La Villa de Los Santos, que representan la batalla cósmica entre el bien y el mal. De hecho, las fauces abiertas,  las alas de murciélago, y el patrón de las rayas rojas y negras que prevalecen en su obra, evocan de manera sutil el atuendo de los danzantes como en el cuadro La Reina de Carnaval (1997). El mensaje del artista es mucho más profundo y no establece, sin embargo, relación alguna con una representación costumbrista de estas manifestaciones folklóricas.

Si vemos la obra en el contexto Latinoamericano, el clamor de los sujetos—cuya presentación fue en su momento acompañada por poemas del artista que corroboran nuestra lectura—son gritos de protesta de aquellos individuos rechazados por la sociedad, víctimas de la iniquidad de la misma comunidad a la que pertenecen. Son también nuestros propios gritos interiores, de esos que sólo somos testigos nosotros mismos, como en la obra maestra de expresionismo de Edvard Munch (1863-1944). Este bramido en el silencio inmortal del canvas asocia la obra de Navarro con la crudeza y monumentalidad de las figuras de los grandes pintores modernistas latinoamericanos, convirtiéndose él,  en nuestra versión istmeña de estos grandes maestros.

 A nivel universal, este aullido es la voz al unísono de todos los que sufren por guerras, miseria, y discriminación. Estas  imágenes se apoyan audazmente—y  he aquí donde radica la genialidad del pintor—en la manera feroz en la que aplicó los pigmentos sobre la superficie. En estos trazos el artista nos entrega su propia alma.

Es este punto en donde Navarro logra un nivel artístico sumamente sofisticado balanceando el contenido con la forma, logrando que la segunda apoye emocionalmente la idea de la primera, robándole el protagonismo, pero sin hacerlo demasiado obvio. Obras de esta talla como La Sala de Espera, lo hicieron merecedor de la Medalla de Bronce en la Trienal de Osaka en 1996.

En el presente, Navarro es más conocido quizás, por sus desbocados corceles llenos de energía; un tema que viene explorando desde hace 17 años. El artista también innova en estas entregas mediante el uso de telas estampadas que agregan otra capa de textura a sus explosivos y viriles caballos cimarrones. Una vez más, el artista hace gala de su balance descontrolado entre fondo y forma.

Pero el caballo es un pretexto para explorar la energía expresionista de Eduardo Navarro. Cuál otro animal puede representar la libertad y la rebeldía de las salpicaduras del pincel de nuestro artista que un caballo que galopando? Qué otra forma de vida puede contraponerse al peso dramático de sus figuras humanas que un caballo en libertad?

Recientemente, nuestro artista ha sido invitado a Nueva York a participar de Residency Unlimited, un programa de residencia de artistas y curadores, organizada por la Fundación Rockefeller. Esta oportunidad no solamente replantea a Navarro en el epicentro del mundo artístico  sino que también tendrá la oportunidad  de intercambiar críticas,  y recibir asistencia en el renglón de la producción  y administración de sus obras.

Por estas razones, creo que nos encontramos frente a uno de los más ingeniosos artistas panameños vivos. Volviendo a su repertorio visual, al insertar la obra de Navarro en el discurso universal del Arte, visualizo los caballos del artista como las pinturas rupestres del siglo XXI, por su vigor expresionista y porque a través de su representación, tanto los cavernícolas de hace 15mil años como Navarro en el presente, exploran a través de poderosísimos rasgos, la belleza indómita de la libertad en la forma de un corcel.